domingo, 15 de julio de 2012

Clarimonda

Clarimonda: La muerta enamorada es una historia de Théophile Gautier que fue escrito en 1836.
El libro trata del relato del párroco Romualdo, quien ya de setenta años, le cuenta a otro sacerdote un pasaje de su juventud.

El relato inicia en la víspera de su ordenación como sacerdote. El joven seminarista quien no había tenido contacto con el mundo exterior, solamente conocía el ambiente religioso en el que se desenvolvió desde su niñez.
Es precisamente en la ceremonia de ordenación como sacerdote, que Romualdo ve entre los presentes a una hermosa mujer, de la cual queda prensado.
Mentalmente el seminarista escucha la súplica de la mujer, quien le dice que no se convierta en sacerdote y que sea de ella.
A pesar de que desea rehusarse a la ordenación sacerdotal, mecánicamente se lleva a cabo la ceremonia.
Al salir de la iglesia, es abordado por la misteriosa mujer, quien enfurecida le reprocha su proceder y antes de irse, un paje le entrega un papel donde viene el nombre de ella y su dirección: Clarimonda. Palacio Concini.

Al notar la turbación que provocó la mujer en Romualdo, su mentor, el abad Sérapion, decide enviarlo a una parroquia para que se haga cargo de ella,
Una vez instalado, el párroco Romualdo es requerido para oficiar un servicio fúnebre para una gran dama que resulta ser Clarimonda.
Al ver a la mujer en su lecho, el sacerdote no puede evitar besarla en los labios. En ese instante Clarimonda responde al beso, y a partir de ese momento, la mujer se lo lleva a vivir a Venecia para que sea su amante.
Allí, el sacerdote ofician durante el día sus misas en la iglesia, y por las noches acude al lecho de Clarimonda.
Romualdo nunca llega a comprender si todo aquello es real o es tan sólo el producto de un sueño.
En una visita a la parroquia de Venecia, el abad Sérapion se da cuenta de lo que sucede y le dice a su protegido que Clarimonda, es en realidad una vampira, y que se alimenta de la sangre de Romualdo para mantenerse viva.

Al dudar, Romualdo decide no tomar vino la noche que acude a ver a Clarimonda como lo hacía siempre, y conoce la terrible verdad.

Romualdo logra contemplar a Clarimonda en su ataúd: Sérapion abre la tumba de la vampira y rocía el cuerpo con agua bendita, reduciéndolo a polvo. Esto, sin embargo, no basta para destruir a Clarimonda, quien, furiosa, recrimina a Romualdo por escuchar al abad y le anuncia que rompe para siempre toda comunicación con él.

El relato finaliza con el anciano Romualdo agradecido por haber salvado su vida y su alma, pero lamentando todavía su separación de Clarimonda.
La frase final es: “La paz de mi alma fue pagada a buen precio; el amor de Dios no era suficiente para reemplazar al suyo. Y, he aquí, hermano, la historia de mi juventud. No mires jamás a una mujer, y camina siempre con los ojos fijos en tierra, pues, aunque seas casto y sosegado, un solo minuto basta para hacerte perder la eternidad”.

lunes, 2 de julio de 2012

El Cementerio de las 366 Fosas

La tradicional ciudad de Nápoles en Italia alberga uno de los más curiosos panteones del mundo: El Cementerio de las 366 Fosas.





Esta necrópolis se creó en el año de 1762, cuando Nápoles se convirtió en la tercera ciudad más poblada de Europa, lo que conllevaba un problema de sobrepoblación, tanto para los vivos, como para los muertos.
En aquella época, el índice de mortandad era demasiado alto, pues con la oleada de epidemias como la peste bubónica y el cólera, las defunciones eran cosa de todos los días.
Debido a las cuestiones insalubres que imperaban en todas las ciudades debido a la falta de drenajes, a la poca higiene y a que muchas de las sepulturas se encontraban en los sótanos de los edificios públicos e iglesias (aunque los ricos siempre tenían un espacio reservado para su eterno descanso) se decidió construir un cementerio en las afueras de Nápoles para los pobres.
El trabajo fue encargado al arquitecto toscano Ferdinando Fuga que proyectó el entonces llamado Cementerio del Pueblo en la colina de Poggioreale.
Este panteón originalmente estaba fuera de las murallas de la ciudad, pero con el paso del tiempo, la mancha urbana alcanzó al camposanto.
En un principio se planeó que el cementerio estuviera muy cerca del Hospital de los Pobres y Desahuciados, pues así era más fácil que los cuerpos de los pacientes que morían fueran llevados a su última morada.
El cementerio es un cuadrado perfecto de ochenta metros de lado. Sólo uno de estos cuatro lados albergaba un edificio, en el que se acomodaba la casa del enterrador, la capilla, la sala mortuoria y seis fosas para enterramientos. Los otros tres lados eran muros cuyo único ornamento consistía en arcos ciegos, concebidos para confinar el lugar de enterramiento y prevenir así la proliferación de enfermedades contagiosas.
El cuadrado estaba compuesto por 19 filas y 19 columnas de losas y además estaban las seis fosas del edificio. En total eran 366 fosas (sin contar la central que era un receptáculo del agua de lluvia).
Debajo de cada losa había un foso de 7 metros de profundidad donde los cuerpos eran arrojados.  Antes de llegar al fondo se colocaba una red metálica que servía de filtro y amortiguaban la caída de los cadáveres y cuando los cuerpos se disolvían con la cal que les ponían, los fiambres que se filtraban se mezclaban con la tierra.
Cada una de las 366 fosas estaba reservada para un día del año y su losa estaba enumerada, por lo que la fosa 1 era para el primero de enero y la 366 era para el 31 de diciembre (en esta lista se incluía el 29 de febrero de los años bisiestos).
Cada día del año, una fosa diferente era abierta para servir de sepultura común a los olvidados de Nápoles, y una vez finalizado el ritual cotidiano del enterramiento era sellada de nuevo tras haber rociado con cal los cuerpos inhumados.
El trabajo de abrir y cerrar las losas lo realizaba una pesada máquina que era movida un cuadro por día. Las losas pétreas tenían 80 centímetros de lado y escondían cámaras funerarias de más de 16 metros cuadrados en planta. Este trabajo se llevó a cabo día tras día, durante 128 años hasta que el Cimitero dei Tredici dejó de funcionar.
Era lógico pensar que el sepulcro número 60 que correspondía al 29 de febrero, era el que menos cadáveres contenía, pues era abierto solamente cada cuatro años, sin embargo curiosamente en 1794 un fuerte terremoto sacudió a Nápoles y los muertos fueron sepultados ese día en esa fosa.
Actualmente el Panteón de las 366 Fosas ya sólo funciona como atractivo turístico. No se tiene un registro de cuántas personas fueron depositadas en esta gigantesca fosa común, pero todos los desdichados que allí se encuentran fueron personas pobres que no tuvieron otro espacio para descansar.

domingo, 17 de junio de 2012

Petite Morte

Sentía cómo me estremecía al tener su piel con la mía.
Estaba en ella, ambos eramos un sólo cuerpo.
Era como si flotáramos por las nubes y a la vez estar aprisionados el uno con el otro. Había momentos en que no sabíamos quién estaba dentro de quién.
Ambos estábamos dentro del otro, éramos uno sólo. Ocupábamos todo el universo y a la vez no existía nada alrededor de nosotros.
Estando juntos era como si viajáramos a la velocidad de la luz, como si una oleada de viento nos alborotara el cabello, como si cayéramos en el infinito vacío.
Conforme era mayor la unión, nuestros cuerpos parecían fundirse en cada molécula. Aquel shock hizo que de pronto todo quedara en oscuridad y viéramos una intensa luz al final del camino, un gran destello que nos cegaba.
De pronto ambos caímos desfallecidos, parecía que nuestros corazones no latían, nuestras mentes no atinaban a ligar un pensamiento, la respiración quedó cortada y luego tan sólo se escuchaba un ahogado suspiro sincronizado.
Era como si nuestras almas se separaran de aquellos cuerpos y escaparan juntas por los aires.
Luego de toda aquella confusión, como ciegos, sordos y mudos, tratábamos de encontrarnos entre la oscuridad, tratar de resucitar de aquella experiencia cercana a la muerte.
Confundidos y desorientados, sólo atinamos a compartir una gran sonrisa cuando nuestras miradas se encontraron. Revivir en los brazos del otro fue la mejor forma de regresar al planeta Tierra.


La pequeña muerte es un estado que todos anhelan y tristemente sólo algunos alcanzan.
La también llamada petite morte era el nombre con el que los franceses describían al orgasmo. Un instante de separación del propio cuerpo, de movimiento y tranquilidad a la vez, de excitación y paz. Como palabra tiene la raíz en la palabra "trabajo" y tiene el mismo origen que palabras como alergia, energía, órgano.
Oculto, mostrado, tabú, secreto íntimo, descubrimiento juvenil, prohibido, el orgasmo tanto masculino como femenino ha estado siempre en el centro de muchas discusiones.
Lo cierto es que esta experiencia cercana a la muerte, todos la quieren experimentar.

sábado, 2 de junio de 2012

Angelitos Muertos


En la antigüedad se tenía la creencia entre las familias católicas, que los niños pequeños que aún no tenían uso de la razón y que morían tras ser bautizados, se convertían automáticamente en angelitos.
El Museo Nacional de Arte (Munal) albergó la exhibición La Muerte, El Espejo Que No Te Engaña, donde se presentaban numerosas obras de arte del siglo XVI al XX ligadas precisamente a La Muerte.
En una de las salas de esta exposición se encontraba la sección titulada Angelitos, que precisamente mostraba óleos y fotografías de los cadáveres de aquellos niños que murieron luego de recibir el sacramento del bautismo. Según la tradición, la trágica muerte de un infante inocente, ya bautizado pero carente de razón suficiente como para cargar con la responsabilidad del pecado propio, se contrarresta con su pase directo al paraíso.
Por tal motivo el evento se torna festivo y el entierro se lleva cabo con una agridulce celebración acompañada de cohetes, música y comilona.
Pero la tradición iba más allá, pues se tenía estrictamente prohibido que cualquier persona llorara en el velorio y sepelio "...para que el chico pueda entrar al paraíso y no tenga que regresar a recoger lágrimas".
También se pensaba que las lágrimas mojaban las alas del angelito y no podía volar hasta el paraíso.


El retrato del niño queda como testimonio de su divina transformación en angelito. En las fotos posan junto al pequeño cadáver los padres, a veces los tíos, los padrinos, hermanos y otros familiares.
Además de las fotografías había algunas obras en óleo, donde los infantes fueron plasmados durante los velorios.
Los retratos más antiguos en la exposición, de 1802 y 1805, son ejemplos de un género para entonces ya maduro. Estos óleos anónimos terminados con lujo de detalle y un realismo al límite de los esfuerzos del artista.
En el siglo XVIII surge una pintura dedicada a los retratos de niños muertos que muestran cómo a los niños los vestían de angelitos, les pintaban chapitas, y metían en su ataúd sus juguetes favoritos. Ese día los niños vestían su mejor ropa para lucir el día de su velorio y amortajarlos con un atuendo celestial. A las niñas las vestían como la Virgen María y a los niños como San José.
Hay obras famosas y destacadas, como la de El Difuntito Dimas Rosas, de Frida Kahlo, que es la imagen del cadáver de un niño de tres años de edad, la cual fue pintada en 1937 y que se exhibe en el Museo Dolores Olmedo. 
Ya hacia el fin de siglo XIX la creciente accesibilidad de la fotografía sustituyó la necesidad de recurrir al pincel para grabar rememoraciones de angelitos.
Entre los fotógrafos destacados de este género destacaron Romualdo García, Rutilio Patiño y Juan de Dios Machain.
El pintor David Alfaro Siqueiros narra en sus memorias cómo alguien lo tomó por fotógrafo: "¡Señor fotógrafo, señor fotógrafo, venga usted conmigo! Mi papá quiere que usted retrate a mi hermanita que se murió ayer, porque mañana temprano tienen que enterrarla". David Alfaro Siqueiros habría de pintar más tarde Retrato de niña viva y de niña muerta.


sábado, 19 de mayo de 2012

Herida letal


La cucaracha decidió abandonar su refugio en busca de comida, la noche era tibia, y la oscuridad fue la aliada del insecto que se desplazaba como saeta sobre la acera.
El animalito se movía rápidamente por el concreto, su cuerpo brillaba como el cobre con la luz artificial que emitía un semáforo en la esquina.
En ese momento, la luz roja del señalamiento vial hizo que un conductor detuviera la marcha de su vehículo.
El sujeto estaba absorto en sus pensamientos, aun retumbaban en sus oídos las palabras de su amada: ¡¡Se acabó!!
Esa palabra daba vueltas y vueltas por su cabeza. No podía creer que después de tantos años había llegado el fin de esa historia. Momentos inolvidables, viajes increíbles, poemas y canciones, todo ya era historia.
Sabía perfectamente que todo era su culpa y no tenía cara para poder rebatir los reclamos de su amada. Trató de salvar aquella relación que él consideraba mágica, pero ya era demasiado tarde.
Mientras el conductor seguía en sus pensamientos, afuera, en el pavimento, la cucaracha seguía en su búsqueda de comida.
De pronto aquel bicho erizó las antenas y rápidamente emprendió una carrera cuando una sintió una vibración extraña.
Unas pisadas se escucharon tenuemente en la calle, era un joven con pantalones de cholo y sudadera holgada que se acercaba sigilosamente al vehículo detenido en el semáforo.
El desconocido empuñaba una pistola con la que apuntó al conductor del vehículo.
¡¡Dame las llaves!! Gritó el asaltante en tono amenazante.
Sin embargo el automovilista seguía absorto en sus pensamientos y no hizo caso de la orden.
El ladronzuelo estaba nervioso, las manos le sudaban y su dedo temblaba en el gatillo.
Mientras tanto, el conductor seguía pensando en una posible solución. Si tan sólo le hubiera pedido perdón cuando tuvo la oportunidad…
Ya era demasiado tarde, sabía que lo había perdido todo.
Un último impulso hizo que el automovilista metiera su mano a su chamarra para sacar su celular y llamarle a su amada para pedirle por última vez que no lo dejara, pero aquel movimiento alertó al nervioso asaltante.
Un estruendo se dejó escuchar en la esquina. El ladrón se echó a correr y se perdió en la negrura de la noche.
De pronto el conductor se mostró confundido, la detonación del arma lo había sacado de su letargo. De su cuello manaban borbotones de sangre que empapaban su camisa blanca.
Aquel joven sentía que la vida se le escapaba, sin embargo el dolor que sentía no venía de orificio de bala, sino del corazón, esa herida era la que lo estaba matando.
Aún con el teléfono en mano, el automovilista desesperadamente quiso marcar el número. Las fuerzas lo abandonaron y el aparato cayó por la ventanilla del auto hasta el piso.
Segundos después, la cucaracha volvió a salir de su escondite, un aroma intenso la hizo acercarse al vehículo.
Sobre la banqueta se hallaba el celular salpicado de sangre que aún tenía en la pantalla un número telefónico que nunca pudo ser marcado.

jueves, 10 de mayo de 2012

Historia de una Madre



De Hans Christian Andersen

Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temía que el pequeño se muriera. Éste, en efecto, estaba pálido como la cera, tenía los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura.
Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado. Se estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.
 Como el viejo tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Éste se había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeño, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita.
 -¿Crees que vivirá? -preguntó la madre-. ¡El buen Dios no querrá quitármelo!
 El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío.
 -¿Qué es esto? -gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las agujas se detuvieron.
 La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:
 -La Muerte estuvo en tu casa; lo sé, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento. ¡Jamás devuelve lo que se lleva!
 -¡Dime por dónde se fue! -suplicó la madre-. ¡Enséñame el camino y la alcanzaré!
 -Conozco el camino -respondió la mujer vestida de negro pero antes de decírtelo tienes que cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeño. Me gustan, las oí muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lágrimas mientras cantabas.
 -¡Te las cantaré todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y encontrar a mi hijo.
 Pero la Noche permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró; y fueron muchas las canciones, pero fueron aún más las lágrimas. Entonces dijo la Noche:
 -Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En él vi desaparecer a la Muerte con el niño.
 Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar. Se levantaba allí un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas de nieve y hielo.
 -¿No has visto pasar a la Muerte con mi hijito?
-Sí -respondió el zarzal- pero no te diré el camino que tomó si antes no me calientas apretándome contra tu pecho; me muero de frío, y mis ramas están heladas.
Y ella estrechó el zarzal contra su pecho, apretándolo para calentarlo bien; y las espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ¡tal era el ardor con que la acongojada madre lo había estrechado contra su corazón! Y la planta le indicó el camino que debía seguir.
Llegó a un gran lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin embargo, no tenía más remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo. Se echó entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ¡qué criatura humana sería capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de que sucediera un milagro.
-¡No, no lo conseguirás! -dijo el lago-. Mejor será que hagamos un trato. Soy aficionado a coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas más puras que jamás he visto. Si estás dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conduciré al gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y árboles; cada uno de ellos es una vida humana.
-¡Ay, qué no diera yo por llegar a donde está mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a llorar con más desconsuelo aún, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosísimas perlas. El lago la levantó como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta. Se levantaba allí un gran edificio, cuya fachada tenía más de una milla de largo. No podía distinguirse bien si era una montaña con sus bosques y cuevas, o si era obra de albañilería; y menos lo podía averiguar la pobre madre, que había perdido los ojos a fuerza de llorar.
-¿Dónde encontraré a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó.
-No ha llegado todavía -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la Muerte-. ¿Quién te ha ayudado a encontrar este lugar?
-El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tú lo serás también. ¿Dónde puedo encontrar a mi hijo?
-Lo ignoro -replicó la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos árboles y flores; no tardará en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrás que cada persona tiene su propio árbol de la vida o su flor, según su naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un niño puede también latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, ¿qué me darás si te digo lo que debes hacer todavía?
-Nada me queda para darte -dijo la afligida madre pero iré por ti hasta el fin del mundo.
-Nada hay allí que me interese -respondió la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te daré yo la mía, que es blanca, pero también te servirá.
-¿Nada más? -dijo la madre-. Tómala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedó con el suyo, blanco como la nieve.
Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían árboles y flores en maravillosa mezcolanza. Había preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y grandes peonías fuertes como árboles; y había también plantas acuáticas, algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y plátanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada árbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivía aún: éste en la China, éste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Había grandes árboles plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que parecían a punto de estallar; en cambio, se veían míseras florecillas emergiendo de una tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinándose sobre las plantas más diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había en cada una; y entre millones reconoció el de su hijo.
-¡Es éste! -exclamó, alargando la mano hacia una pequeña flor azul de azafrán que colgaba de un lado, gravemente enferma.
-¡No toques la flor! -dijo la vieja-. Quédate aquí, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenázala con hacer tú lo mismo con otras y entonces tendrá miedo. Es responsable de ellas, ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna.
De pronto se sintió en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba la Muerte.
-¿Cómo encontraste el camino hasta aquí? -preguntó.- ¿Cómo pudiste llegar antes que yo?
-¡Soy madre! -respondió ella.
La Muerte alargó su mano huesuda hacia la flor de azafrán, pero la mujer interpuso las suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló sobre sus manos y ella sintió que su soplo era más frío que el del viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes.
-¡Nada podrás contra mí! -dijo la Muerte.
-¡Pero sí lo puede el buen Dios! -respondió la mujer.
-¡Yo hago sólo su voluntad! -replicó la Muerte-. Soy su jardinero. Tomo todos sus árboles y flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la tierra desconocida; y tú no sabes cómo es y lo que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo.
-¡Devuélveme mi hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
-¡Las arrancaré todas, pues estoy desesperada!
-¡No las toques! -exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre tan desdichada como tú.
-¡Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ¿Quién es esa madre?
-Ahí tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; ¡brillaban tanto! No sabía que eran los tuyos. Tómalos, son más claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que está a tu lado; te diré los nombres de las dos flores que querías arrancar y verás todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir.
Miró ella al fondo del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición para el mundo, ver cuánta felicidad y ventura esparcía a su alrededor.
La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.
-Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
-¿Cuál es la flor de la desgracia y cuál la de la ventura? -preguntó la madre.
-Esto no te lo diré -contestó la Muerte-. Sólo sabrás que una de ellas era la de tu hijo. Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo.
La madre lanzó un grito de horror:
-¿Cuál de las dos era mi hijo? ¡Dímelo, sácame de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado, líbralo de la miseria, llévaselo antes. ¡Llévatelo al reino de Dios! ¡Olvídate de mis lágrimas, olvídate de mis súplicas y de todo lo que dije e hice!
-No te comprendo -dijo la Muerte-. ¿Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya con él adonde ignoras lo que pasa?
La madre, retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro Señor:
-¡No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la más sabia! ¡No me escuches! ¡No me escuches!
Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el mundo desconocido.


martes, 10 de abril de 2012

Cleopatra

Poca certeza se tiene sobre la muerte de Cleopatra y lo que se sabe ronda entre el mito y la leyenda.
Cleopatra Filopator Nea Thea, mejor conocida como Cleopatra VII, aparentemente se suicidó al dejarse morder por una serpiente.
Se dice que sus criadas le llevaron una cesta llena de frutas con una cobra egipcia escondida adentro, que terminó matándola.
La fama de Cleopatra trascendió porque además de ser la máxima gobernante de Egipto, logró someter a los romanos que intentaron ocupar su país.

Lejos de una lucha armada, la mujer utilizó un arma más sutil pero también más efectiva: La seducción.
Primero se convirtió en amante de Julio César, quien la restituyó en su trono. Fruto de esa relación, Cleopatra engendró un hijo con César, sin embargo Julio fue asesinado en Roma tras un complot.
Tras la muerte de César, ella i
ntentó repetir la maniobra seduciendo a su inmediato sucesor, el cónsul Marco Antonio, que por aquel entonces luchaba con Augusto por el poder.
Una vez más un dignatario romano fue presa de los encantos de la mujer, sin embargo, el desenlace fue funesto.
Se presume q
ue Cleopatra se quitó la vida al saber que su amante Marco Antonio se había matado con su propia espada al creerla muerta.
Sin embargo existe otra versión que establece que la reina de Egipto se suicidó al saber que el emperador romano Octavio, quien era el sucesor de Antonio, iba a llevarla a Roma como trofeo d
e guerra, y antes de esa humillación, escogió la muerte.
Antes de fallecer escribió una misiva a Octavio en la que le comunicaba su deseo de ser enterrada junto a Marco Antonio, y así se hizo. Hasta el día de hoy se desconoce la ubicación de la sepultura.
Se sabe positivamente que su aspecto no era el de una egipcia, sino más bien el de una griega.
A Cleopatra se le ha atribuido una belleza excepcional, sin embargo grabados y dibujos hallados, dan
testimonio que su encanto radicaba en su personalidad más que en su aspecto físico.
Cleopatra era inteligente y tenía facilidad para aprender idiomas, según Plutarco, por lo que era usual que interviniera en discusiones diplomáticas. Era erudita en ciencias y se rodeaba de intelectuales.
Por ello, la fama de Cleopatra ha trascendido a lo largo de los siglos como una verdadera leyenda.